El fútbol soporta una maldición que a la vez es la salvación de jugadores, entrenadores y forofos compungidos por una derrota. Se trata de una actividad en la que no basta con ganar, sino que hay que ganar siempre, en cada temporada, en cada torneo, en cada partido. Un escritor, un arquitecto, un músico pueden sestear un poco tras haber hecho una gran novela, un maravilloso edificio, un disco inolvidable. Pueden no hacer nada durante un tiempo o hacer algo menor. Entre los primeros, que son los que más conozco, los hay que han pasado a ser buenos por decreto y hasta el fin de sus días gracias a una sola obra estimable escrita cincuenta años atrás. En el fútbol, por el contrario, no caben el descanso ni el divertimento, de poco sirve tener un extraordinario palmarés histórico o haber conquistado un título el año anterior. No se considera nunca que ya se ha cumplido, sino que se exige (y los propios jugadores se lo exigen a sí mismos) ganar el siguiente encuentro también, como si se empezara desde cero siempre, analogía del resultado inicial de todo partido. A diferencia de otras actividades de la vida, en el deporte (pero sobre todo en el fútbol) no se acumula ni atesora nada, pese a las salas de trofeos y a las estadísticas cada vez más apreciadas. Haber sido ayer el mejor no cuenta ya hoy, no digamos mañana. La alegría pasada no puede hacer nada contra la angustia presente, aquí no existe la compensación del recuerdo, ni la satisfacción por lo ya alcanzado, ni por supuesto el agradecimiento del público por el contento procurado hace dos semanas. Tampoco, por tanto, existen durante mucho tiempo la pena ni la indignación, que de un día para otro pueden verse sustituidas por la euforia y la santificación. Quizá por eso el fútbol sea un deporte que incita a la violencia, como decía Cabrera: pero no por las patadas, sino por la angustia. A cambio hay que reconocer que tiene algo inapreciable y que no suele darse en los demás órdenes de la vida: incita al olvido, lo que equivale a decir que a lo que no incita nunca es al rencor, algo que se aprende sólo en la edad adulta." | Soccer bears a curse that is also a solace to players, coaches and fans dismayed by defeat. It’s an activity where it’s not enough to win; one must always win, during every season, every tournament, every game. A writer, an architect or a musician can rest a bit after completing a great novel, a wonderful building or an unforgettable recording. They may do nothing at all for a while or else do something less challenging. Among the former, those most familiar to me, some have attained long term recognition, as if by decree, on the basis of a single praiseworthy book written fifty years ago. In soccer by contrast, there is no time for rest or recreation, a victorious pedigree or last year’s championship is of little use. Past success is never relevant, the next encounter must also be won (the players demand it of themselves); always starting from scratch, every match an analogy. Unlike other activities in life, in sports (and especially in soccer) nothing is accumulated or amassed notwithstanding trophy rooms or ever more treasured statistics. Having been yesterday’s best counts for nothing today and less tomorrow. Past joys can’t ease today’s anguish; rewards derived from memory do not exist here nor does satisfaction with what has already been attained or, of course, public appreciation for the happiness afforded two weeks ago. On the other hand, the shame and indignation which so quickly take the place of euphoria and hero-worship also vanish overnight. Perhaps that’s why, as Cabrera claimed, soccer is a sport that incites violence, not because of its kicks though, rather, because of its anguish. Nonetheless, we need to recognize that it contains something indiscernible, something rare in other spheres of life: it incites oblivion thus never arousing rancor, something learned only on attaining maturity. " |